Gustav Klimt se encontraba en un momento de gloria. Plenitud. Se podía permitir el lujo de flirtear con cierta libertad, sus trazos se movían con gracia, desparpajo, sinceridad. Sus retratos ascendían a la cima, ansiados. “La dama del abanico es la última pintura que Gustav Klimt creó antes de su prematura muerte, cuando aún estaba en su mejor momento artístico y producía algunas de sus obras más logradas y experimentales. Muchas de ellas y, sobre todo, los retratos, por los que es más conocido, fueron encargos. Pero esta creación, sin embargo, es algo completamente diferente: un tour de force técnico, lleno de experimentación que empuja los límites, así como una oda sincera a la belleza absoluta”. Así describe Helena Newman, presidenta de Sotheby’s Europa y directora de Arte Impresionista y Moderno, la pintura que se subasta hoy en Londres.
Su precio de salida intuye que, posiblemente, sea una de las pujas pictóricas más valiosas que van a tener lugar en el viejo continente en los últimos años. Dibujen la escena en su mente: febrero de 1918, Klimt muere de manera inesperada (si es que morir es algo inesperado…), prematura. Y de pie, sobre el caballete, descansa una mujer sin nombre, seductora, un frágil kimono fluye y su hombro izquierdo queda al descubierto, un abanico en la mano, pelo recogido, ensortijado, una mirada límpida, atenta pero perdida hacia el horizonte, ¿altiva quizás?, labios finos, perfilados de rojo, alrededor pavos reales, hojas, plumas y flores sobre un fondo cálido, de un amarillo desganado, apacible, pálido.
Ella, la modelo, casi se disuelve en la profundidad. La formalidad de su anterior etapa desemboca en una nueva expresividad, más alegre en color y forma, influenciado de alguna manera por contemporáneos suyos como Van Gogh, Matisse y Gauguin, dejando atrás su famoso periodo dorado, en el que despunta su icónico y altivo retrato de Adele Bloch-Bauer I de 1907. La dama del abanico es más sencilla, humilde, menos hierática. Comenzó a trabajar en ella a principios de 1917, justo cuando era considerado uno de los retratistas más demandados de Europa. A su estudio llegaban sin cesar encargos, pero en este caso decidió expresarse con más libertad, espontaneidad, y optó, entre otros detalles, por el formato casi cuadrado, cuando lo vertical se imponía en este tipo de pinturas.

Sobre estas líneas, detalle de la obra que fue comprada en 1967 por el coleccionista de Rudolf Leopold compró el cuadro y, en 1994, salió a subasta y fue adquirido por un comprador anónimo.
Resalta también su fascinación por las culturas orientales, con esas suntuosas sedas, túnicas, kimonos, de hecho él las solía llevar. Como decía el gran pintor, y amigo, Egon Schiele, visitante habitual del cubículo en el que se afanaba Klimt, “la sala de estar se encontraba amueblada con una mesa cuadrada en el medio y una gran cantidad de grabados japoneses que cubrían las paredes…, y de allí a otra habitación cuya pared estaba enteramente cubierta por un enorme guardarropa, que contenía su maravillosa colección de túnicas chinas y japonesas”.
La dama del abanico refleja esa querencia por lo exótico, por las xilografías niponas, con ese aplanamiento del fondo, la yuxtaposición de patrones y flores de loto: “La belleza y la sensualidad del retrato residen en el detalle: las motas de azul y rosa que animan la piel de la modelo, las líneas suaves de sus pestañas y los labios fruncidos que dan carácter a su rostro. Klimt aquí se dio total libertad para plasmar en el lienzo a una mujer de una belleza devastadora. Su hombro provocativamente descubierto, su aplomo y su tranquila seguridad en sí misma se combinan para lograr un efecto sorprendente”, afirma Thomas Boyd Bowman, jefe de ventas de Arte Impresionista y Moderno de Sotheby’s. Los viajes del cuadro no han pasado por muchas manos.
Se sabe que, tras la muerte del pintor, fue adquirida por el industrial vienés Erwin Böhler quien era amigo suyo, al igual que su hermano Heinrich y su primo Hans. Amigos y patrocinadores, como de Egon Schiele. De hecho, poseían una villa cerca del lago Attersee, en Salzburgo, en donde Klimt pasó largas temporadas y cuyos paisajes aparecen en numerosos lienzos del artista. Más tarde Erwin compró una pequeña isla en el lago, Litzelberg (que también inmortalizó Gustav), y allí, en la sala de música, se alzaba La dama del abanico, para deleite del personal. En 1967 el coleccionista de arte austriaco Rudolf Leopold compró el cuadro y, en 1994, salió a subasta y fue comprado por alguien que permanece en el anonimato. Y ahora, pues ha llegado el momento: 99 millones de euros de precio de venta.